El duelo, la rebelión de hacer políticos los sentimientos

Por Elena Salamanca

Entre el 7 y el 8 de marzo de 2017, 41 adolescentes de entre 13 y 17 años, murieron a causa del incendio en el Hogar Seguro Virgen de la Asunción en Guatemala. 19 murieron en el hogar y 21 en el hospital. 15 niñas más sobrevivieron, con quemaduras y secuelas para toda la vida. La tragedia ocurrió en dos días, pero el duelo continúa hasta hoy. En este texto, quiero acercarme al duelo como manifestación política, de memoria y de rebelión, contra los intentos del Estado de Guatemala para des-hacer el duelo y eximirse de responsabilidad.


Duelo, rabia y memorias

En 2017, luego del incendio, el hashtag #lasniñasdeguatemala circuló demasiado pronto haciendo alusión al poema de José Martí, dedicado a una muchacha de la familia García Granados, en el siglo XIX. Quizá porque a veces creemos que la poesía puede salvarnos. Pero era inútil. Era evidente que, aunque romántico, el hashtag estaba alejado de la realidad: las niñas del “Hogar seguro” eran constantemente vejadas, vivían en condiciones de violencia feminicida, aquella que es física, sexual, sicológica y económica hacia niñas y mujeres, como ha articulado Marcela Lagarde. 

No eran consideradas niñas, sino, lejos de todo concepto de infancia y derechos, eran un deshecho de la sociedad. El Estado es masculino, ya lo sabemos, pero lo que hay que señalar es que, en Guatemala, es institucionalmente misógino. Por eso, como ha apuntado Rita Segato, “la víctima es el desecho del proceso, una pieza descartable”. 

[Leer las investigaciones de «No fue fuego»]

Entonces, yo, también con mucha rabia, escribí para Plaza Pública el ensayo: “Ser niñas en Guatemala, en Centroamérica, es en gran medida eso, una estela violenta de poquísimos años”. Ahora no quiero hablar de infancia y clase, sino de estelas. Una estela es un rastro y a la vez una señal. Y esas estelas han indicado manifestaciones inmediatas y duraderas en la memoria de la ciudad de Guatemala, en su espacio público oficial. Esas manifestaciones de duelo son estrategias de la ciudadanía, sobre todo de las mujeres, contra la impunidad y el olvido. Contra la memoria oficial del Estado. 

Ante Estados corruptos y violentos, hacer duelo, me parece, se ha convertido en un acto de rebelión. Cuando era niña, y ocurría un duelo, se desplegaba un repertorio de prácticas: el moño negro en las ventanas o puertas de una casa, el traje de luto, los novenarios, los altares… Todos esos repertorios tenían un sentido: manifestaban dolor, memoria (y resignación porque eran rituales católicos). Pero lo que me interesaba del duelo era la posibilidad del ritual: el tiempo para el duelo, tener tiempo para ejecutarlo. 

Tal vez el neoliberalismo quiso hacernos olvidar el duelo porque la muerte comenzó a ser estadística y no pérdida. Nos ha inducido a dormir en lo políticamente correcto y hemos olvidado las manifestaciones de disentimiento, rabia y algarabía. Nos ha quitado el rito y lo ha convertido en acto repetitivo que no contiene significado, como escrolear eternamente mientras se favea imágenes en Instagran… Este modo de vivir nos pone en pugna con el ritual, porque lo inmediato es ya pasado y, cuando es pasado, es olvido. Esto podía ocurrir con las víctimas del “Hogar Seguro”, y le convenía mucho al Estado de Guatemala. Pero no ocurrió. Las mujeres no lo permitieron. 

Al día siguiente, varios grupos de mujeres colocaron un altar y una ofrenda en la Plaza de la Constitución, en el centro histórico de Guatemala. Las primeras manifestaciones fueron velas, flores, los nombres y las edades de las niñas, consignas y dibujos. Posteriormente, vino el plantón global, luego ocurrieron pequeñas jornadas de bordado, vigilias, creación de alfombras (tradiciones del catolicismo centroamericano) y acciones directas que pueden considerarse intervenciones plásticas, como el teñido del rojo el agua de la fuente del siglo XVIII como alegoría del crimen de Estado. 

Foto cortesía de Oleada Feminista. Uno de los altares en memoria de las niñas montado por familiares y sobrevivientes con el apoyo del movimiento social feminista en noviembre de 2021.

Dentro de un proceso orgánico, al final de ese mes de marzo, el espacio del primer altar, un altar espontáneo, se articuló como un antimonumento en la plaza. Ahora, incluso, la Plaza de la Constitución es reconocida o llamada como “La Plaza de las niñas” en el contexto de estos hechos… Precisamente, renombrar y resignificar espacios es parte de la lucha por la memoria en ese gran espacio público que es la nación.

Dentro del volver a la plaza el espacio de las niñas, los altares han sido la estela más profunda. La señal de que ahí hay un duelo. Estos altares pueden identificarse ya como parte de una cultura visual feminisa o como estrategias feministas contra el olvido (Precisamente el altar de muertos mexicano consiste en “no olvidar” a ancestras o seres queridos y seres queridas). 

La multiplicación y el montaje de los altares como señalética inevitable del duelo se está convirtiendo en rutina. ¿Hay un riesgo en el hecho de que el ritual se convierta en rutina? En la medida en que la violencia hacia las mujeres aumenta cabe el riesgo o la posibilidad de que quienes estén en contra de la justicia consideren que el ritual es vana rutina. La gran diferenciación entre ritual y rutina cabe en esta reflexión de Elizabeth Jelin: “Los quiebres en esas rutinas esperadas involucran al sujeto de manera diferente. Allí se juegan los afectos y sentimientos, que pueden empujar a la reflexión y a la búsqueda de sentido”.

Por eso, y apoyada en Jelin, quiero anotar el altar como dos sentidos: el primero, como parte de una cultura visual de duelo feminista; el segundo como un elemento narrativo de memoria. Pensando que a través de la narrativa del montaje del altar y sus elementos imprescindibles (imagen, vela, flor) es que “el sujeto construye un sentido del pasado, una memoria que se expresa en un relato comunicable, con un mínimo de coherencia”.

Foto de Alba Escalón. Altar de marzo de 2017, en la Plaza de la Constitución, con referencia a la cotidianidad de las niñas que murieron en el incendio del Hogar Seguro.

El altar forma parte de una cultura material que es efímera, pero en este caso, lo que me interesa señalar es que lo efímero no tiene relación con el desaparecer. Sino con el aparecer constantemente. El altar se instala y desintala y se vuelve a instalar. Y se vuelve a instalar porque ha sido removido, quitado, por la autoridad. 

Su capacidad de repetición le hace único. Cada altar es nuevo y diferente pero es parte de una estela de representación, de una genealogía. Cada altar contiene elementos similares y a la vez irrepetibles: las imágenes, las flores, las velas… a la vez que son elementos narrativos de una historia de mujeres que recuerdan. 

A pesar de las diferentes prácticas espirituales de quienes colocan el altar, este acto hace comulgar. Vincula. Es parte del repertorio de las acciones de lo que fue llamado cultura femenina, que podemos situar en el periodo virreinal, y quizá antes, hasta los primeros entierros neandertales, quienes ya colocaban flores en sus entierros, estudiados en las décadas recientes. Es decir: aquella expresión de dolor que se vuelve histórica.

La nación liberal y moderna nos hizo replegar el duelo al ámbito privado. El dolor es privado, ha sido un precepto aprendido y repetido por generaciones. Pero este dolor no es privado. Los sentimientos ya no son privados. Son dispositivos, pensando que, si puedo seguir a Agamben explorando a Foucault, son resultados del cruzamiento de relaciones de poder y de saber”. Poder y saber. O poder contra saber, para el caso. 

Lo que vuelve público al sentimiento de dolor es la exposición de la impunidad dentro de una cultura política corrupta. 

Como he dicho antes, el duelo une, activa un lazo que perdimos con el Estado, ese que era el pacto ciudadano después de las guerras centroamericanas. El vínculo de la ciudadanía, de la pertenencia. La pertenencia a algo. A una república, un país, una nación, lo que fuera, ya no es la pertinente. Es por eso mismo pienso que en esa ruptura el duelo es el que une, enlaza, articula, ensambla, y genera una fuerza que hace posible disentimiento, la rebelión.

El repertorio visual que surgió como producto de ese duelo es un repertorio visual compartido con otros duelos y rebeliones. Una genealogía de la forma de sentir y proyectar. Como las cruces: iniciadas por las mujeres víctimas de feminicidio en Ciudad Juárez (cruces rosas en Juárez, cruces blancas en Guatemala). Como las placas, con las que hay que señalizar, enunciar, hacer visible un acontecimiento en las ciudades; no placas conmemorativas de efemérides liberales y decimonónicas, placas que denuncian duelo, injusticia, corrupción e impunidad. Junto a los altares, las cruces y las placas son marcas que indican cartografías de duelo que comunican y convocan y, que, por suerte disputan, el discurso indolente e irresponsable del Estado, el de las memorias oficiales, que son, más bien, memorias de olvido. 

Foto de Huayra Bello: Ritual en la Plaza de la Constitución, en agosto de 2022, que incluye el fuego y el nombre de las niñas que murieron en el incendio del hogar seguro

Memorias de olvido

Lo que aquí quiero llamar y desarrollar como “memorias de olvido” es lo que considero la intervención del Estado en la construcción de la memoria de algún grupo o comunidad política a fin de articular artificialmente una ocupación mediante los instrumentos posibles del Estado: conmemorar u oficializar. Pero sin hacer justicia. Esta relación entre la memoria y el olvido detenta al olvido por encima de la memoria y pretende eximir al Estado de la culpa o la responsabilidad de los hechos. 

Contrario a las políticas de olvido que “sacan” o “borran” de la historia (oficial) algunos acontecimientos históricos, las memorias de olvido no implican borramiento. Al contrario, se resaltan y tienen una narrativa propia. Esta narrativa selecciona al olvido pero lo hace parecer memoria. Es decir que estas memorias de olvido se superponen a otras a modo de memoria o historia oficial, para “olvidar” los incumplimientos de los deberes de justicia y reparación que comprometen al Estado. En el caso de las niñas del “Hogar seguro”, hacer juicios.

[Leer «Por qué el juicio del Hogar Seguro se sigue retrasando»]

Estas memorias de olvido son parte de un espíritu memorialista de operación cosmética que sitúa al discurso oficial como parte de las víctimas. El Gobierno quiere hacer al Estado «parte de». Ser doliente, dolerse. 

¿Qué se recuerda y qué se olvida? Con su memorabilia, el Estado de Guatemala decide recordar la tragedia pero olvidar la responsabilidad de las instituciones del Estado y el goce de la impunidad. Los monumentos erigidos durante el gobierno de Jimmy Morales (de 2019 y de 2020) son precisamente ejemplos de memorias de olvido.

Durante estos años, he observado, hemos observado, las manifestaciones por el aniversario de la tragedia, pero también me he informado, nos hemos enterado, de cómo el Estado ha ido aplazando las posibilidades de justicia. 

A la vez, el gobierno de Jimmy Morales desplegó acciones en competencia con los duelos rebeldes, con las memorias familiares y las memorias feministas. El Estado ha creado sus propios memoriales y monumentos. 

En 2019, la Secretaría de Bienestar Social de la Presidencia inauguró un memorial en San José Pinula. Se trata de un falso obelisco, una columna de menos de 2 metros, de cemento, pintado de blanco, con una placa con el nombre de las 41 víctimas. El gobierno ignoró que los monumentos mortuorios siempre han sido columnas truncadas, sobre todo cuando quien muere lo hace en la juventud. La columna de cemento no comunica. 

Foto del Diario de Centroamérica. Obelisco en la Secretaría de Bienestar Social con una placa con los nombres de las niñas que murieron el 8 de marzo de 2017 en el el incendio del Hogar Virgen de la Asunción.

El 7 de marzo de 2020, el gobierno de Guatemala creó el jardín  llamado “Volver a nacer”, que más bien es una jardinera, un arriate, en la Secretaría de Bienestar Social de la Presidencia. El monumento es otro pedestal de cemento bajito, pintado también de blanco, en cuya cúspide hay una cajita de cristal con una rosa. A su alrededor, un arriate con 41 rosas sembradas, que representa a cada una de las víctimas. Este memorial, al pertenecer a una institución del Estado, aísla a las víctimas, las hace desaparecer del espacio público.

Fotos de la web de la Secretaría de Bienestar Social. Muestras el jardín “Volver a nacer”, el homenaje institucional que cuenta con un obelisco y una jardinera con 41 flores, cada una con el nombre de las víctimas del incendio en el Hogar Seguro.

Ambos monumentos pintados de blanco alusivo a la “pureza” emblanquecen el espacio con sus pinturas de aceite, emblanquecen los nombres de las niñas a modo que nombres y bloquesde cemento terminan siendo lo mismo. Significativo también es el cubo de cristal donde se deposita una rosa para representar a las niñas. Un cubo de cristal que finalmente es una caja que aísla. Que aísla del hecho social, es decir del contexto político que tiene la muerte de las 41 adolescentes en el “Hogar Seguro”. Una voluntad política de silencio. Las memorias de olvido eximen culpas y perpetúan la impunidad y por supuesto se sobreponen a la lucha por la justicia. 

Estos espacios de memoria del gobierno son nimios, poco notorios y francamente olvidables. El Estado liberal, del que son producto las naciones centroamericanas, ha construido sus discursos mediante grandes edificios y esculturas monumentales. Estas incursiones memorialísticas ni siquiera llegan a narrativa, menos a discurso. Con estas acciones demagogas y mediocres, el Estado de Guatemala ha pretendido disputar la memoria de las niñas del “Hogar Seguro”, creando escenografía antes de impartición de justicia. Una escenografía precaria y limitada que solo demuestra que a ese Estado no le importan las niñas. 

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Pienso que la memoria de las familias, las mujeres activistas y las sobrevivientes va a perdurar (y en algún momento será puesta también en disputa). Lo importante es que ahora ocurre. Al ocurrir, no se detiene. Estas manifestaciones y rituales, aunque en mayor parte se sostienen en cultura material, no son, obviamente, monolíticos y están llenos de significado.

Los rituales compartidos durante estos años son inter y transgeneracionales, transmitidos en espacios íntimos que survertieron su origen privado y saltaron al espacio público como protesta. Demuestran también que esa cultura de las mujeres, la de los altares, la memoria, los duelos y la épica cotidiana ha tomado fuerza y espacio como reclamo político en América Latina. Estos duelos demuestran que es posible sentir y disentir en el espacio público, hacen tangible cómo nuestros (dis) sentimientos hoy, más que nunca, son políticos. 


Referencias:

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