“Murieron 41 y 15 revivieron”: Palabras para mantener encendida la luz de la memoria

Por Vania Vargas

Vania Vargas revive las emociones para insistir en la reflexión ante el incendio del Hogar Seguro Virgen de la Asunción. Pone el foco en el Estado como la figura paterna fallida y recuerda como aquel 8 de marzo de 2017, Guatemala fue visto por el mundo como un “mal país una vez más”, cuando corrió la noticia del incendio en el que fueron víctimas 56 niñas bajo cuidado estatal.


Han pasado casi seis años desde el incendio en el Hogar Seguro Virgen de la Asunción, en el que fueron víctimas 56 niñas y adolescentes que estaban bajo resguardo estatal. Un resguardo lleno de anomalías, de maltratos que fueron reiterados en decenas de denuncias que se presentaron ante el Ministerio Público y que nunca prosperaron. Una violencia de la que venían huyendo y que aun así las alcanzó con otros rostros, bajo otras intenciones. Y terminó por arrebatar la vida de 41 de ellas, por marcar la vida de 15 y la historia reciente de un país, cuyas autoridades gubernamentales, esas que debían cuidarlas, las dejaron morir. El proceso de la tragedia empezó con la indiferencia, el afianzamiento de la violencia continuada, la gestación de la rabia y finalizó con el hacinamiento, 9 minutos de fuego y una llave ausente, en un 8 de marzo, en el Día Internacional de la Mujer. Así, la tragedia se transformó, como bien se le ha señalado, en un crimen de Estado.

Pero todo eso ya lo sabemos, lo hemos repetido, nos lo han repetido. Los hechos se han convertido en una historia triste, absurda e inconclusa que, como país, nos conforma y nos deforma. Una de esas historias que abundan en un territorio que se ha acostumbrado a ser testigo de lo más terrible y no pasa de detenerse un momento, comentarlo con indignación y olvidar en la medida en que salta colectivamente hacia la nueva tragedia social que parece traer cada día. Han pasado casi seis años desde el incendio en el que llamaban “Hogar Seguro” y recordarlo, nombrarlo, darle seguimiento es una tarea que algunas periodistas y algunas organizaciones de la sociedad civil han asumido con heroísmo en la patria de la indiferencia. Han hecho eco en nombre de una justicia lenta, de una impunidad que le apuesta al olvido, de un pueblo que vive al día y que quizá por eso no tiende a recordar. 

[Puedes visitar el especial No fue el fuego, cobertura completa del caso Hogar Seguro]

Yo también fui testigo virtual de la tragedia. Vi con incredulidad las primeras publicaciones en Twitter. Vi fluir la avalancha de indignación en redes y la vi chocar hasta rebalsarse contra la avalancha de misoginia y clasismo que le salió al encuentro. Vi la devastadora coincidencia de las mujeres inconformes, del reclamo de sus derechos, de la digna resistencia, del encierro, del fuego, de la muerte colectiva en ese otro 8 de marzo, pero de principios del siglo XX en una fábrica de Nueva York. Vi a Guatemala, frente al mundo, dando cátedra de ser mal país una vez más. Y sentí rabia y sentí miedo y sentí tristeza. Y sentí que se me alborotaba la voz interna y que se me desvanecían las palabras. Y en silencio me pregunté muchas veces: ¿Qué se puede decir que no haya sido dicho? ¿Cómo se puede hablar de lo obvio del horror? Y no dije nada, hasta que visité, en Quetzaltenango, el salón de la exposición itinerante “No fue el fuego”. Allí la tragedia me pegó de nuevo en otro idioma: en el idioma de las imágenes, de los símbolos, en el lenguaje sin palabras del trazo profundo de los grabados, de la figura y el color, de la interpretación visual que se me hizo la manifestación muda de la tristeza. Y me golpeó con el testimonio de algunas de las sobrevivientes: gestos y palabras que venían de un tránsito por el infierno, de una especie de equilibrio por el filo de la muerte. 

“Murieron 41 y 15 revivieron”. Eso fue lo que dijo una de ellas en “Somos el fuego”, el corto documental que realizaron Victoria Bouloubasis, Mónica Wise y Lucía Reinoso y que acompañó la muestra. La frase se quedó rebotando dentro de mí, la intensidad del término “revivir”, que surge de la conciencia profunda de la muerte propia, de haberse convertido en testigos dolorosos de la regeneración de la propia piel, del nacimiento de las cicatrices que parecen marcar las fronteras entre las que son ahora y las que fueron. Un alejamiento, una grieta, entre ellas y la vida conocida. Un volver a abrir los ojos desde la oscuridad, una conciencia de la respiración, del llanto, del dolor. En fin, la asunción del trauma del renacimiento. 

Las que “revivieron”, ahora están por cumplir seis años. En su otra vida no han llegado a los 25. Todas son madres. Volvieron de la muerte para dar vida. Parieron pequeños flotadores, vidas sin pasado, deseos de moldear y hacer crecer nuevas oportunidades. Parieron un propósito; ganas de seguir viviendo a pesar de haber renacido en el mismo país que les negó todas las posibilidades de una vida digna. Que les sigue negando las posibilidades de una justicia pronta. Que no duda en criminalizarlas, en culparlas por lo que les sucedió. Y que automáticamente cuestiona a sus madres, quienes, además de los señalamientos colectivos, deben cargar con el dolor de su tragedia y seguir caminando, como antes, solas.

La figura paterna, la que asumió socialmente la autoridad, la responsabilidad de proveer, de proteger, de velar por el bienestar de las niñas era el Estado. Ese ente al que pertenecían los empleados gubernamentales que no estaban calificados para los puestos que les fueron asignados en el área del cuidado de la niñez y, por lo mismo, no supieron cumplir con su función protectora. Un Estado que asumió un papel de indiferencia, abuso e irresponsabilidad. Un Estado que dejó morir a 41 niñas y que sigue retrasando la llegada de la justicia. Un Estado que sigue sin cumplir las obligaciones que mantiene con un país entero que también está bajo su cuidado. Un padre ausente que alimenta la molestia, el desgaste, el cansancio, la pérdida de la esperanza. Ante ellos, los ejercicios de memoria, como estos, intentan mantener viva la justa rabia y la resistencia en contra de la amenaza del paso del tiempo y del olvido.

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