Entre dos fuegos, la palabra

Por Carolina Escobar Sarti

Escribir es nombrar mundos y nombrarlos es hacerlos existir. 

Mi vida ha transitado entre dos fuegos: uno sobre el cual escuché y leí durante mucho tiempo desde mi juventud, otro que me tocó vivir muy de cerca en mi edad adulta. 

Soy escritora y columnista de prensa, pero también soy investigadora social, académica, profesora universitaria y he tenido el privilegio de liderar, por más de una década junto a un equipo de profesionales de Asociación La Alianza, un proyecto de protección integral para niñas y adolescentes sobrevivientes de violencia sexual y trata de personas. Estas son algunas de las circunstancias que cruzan y definen mi vida.  

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El primer fuego sucedió un 14 de julio de 1960 en el «manicomio» de la Ciudad de Guatemala, más exactamente en el área donde hoy está parte del Hospital General San Juan de Dios. 

Buscando en la hemeroteca nacional, encontré una nota del periódico El Imparcial que, al día siguiente del incendio, decía lo siguiente: «Esta escena de horror, captada poco después del siniestro, ofrece una dolorosa perspectiva de la magnitud del desastre. En el patio del ala de mujeres, se hacinaban los cadáveres de las dementes que no pudieron salir del encierro. Alrededor de tres cadáveres enteros se puede apreciar el estado en que quedaron las demás, destruidas totalmente por las llamas».

Desde hace un par de décadas, leo y escribo periódicamente sobre esto. Por alguna razón, el fuego me hala. 

Cincuenta y siete años después, justo un 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, otro incendio nos dejó sin aire. Esta vez fue en el Hogar «Seguro» Virgen de la Asunción, megainstitución construida por el Estado de Guatemala una década antes, para dar protección a la niñez y adolescencia del país. 

Diecinueve adolescentes murieron quemadas ese día en un aula de 7 por 6.8 metros; en los días siguientes 22 más morirían, hasta sumar 41. Solo sobrevivieron 15 de las 56 que estaban allí encerradas. 

[Escucha aquí el episodio del podcast de No fue el fuego: «El incendio»]

Nadie les abrió la puerta y las llaves tampoco llegaron esta vez a tiempo. Algunas de las que murieron y sobrevivieron, habían vivido en La Alianza antes y fueron acompañadas por nosotras después, así que no pudimos ni quisimos ser indiferentes. 

Dos hechos que han cortado la historia de Guatemala por la mitad, simbólicos por demás, para señalar cuántas puertas nos quedan por abrir a las mujeres guatemaltecas. 

En ambos casos, sucedió en instancias del Estado, en ambos casos se habló de un crimen de Estado, en ambos casos las víctimas fueron mujeres, en ambos casos la justicia quedó lejos. 

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Recuerdo también que, en medio de ambos fuegos, visité Ecuador en el año 2011. Mi fascinación por los grandes incendios de nuestras pequeñas ciudades me llevó al Teatro Bolívar, en Quito. 

En 1999, durante un primer incendio, se había consumido más del 70 por ciento de ese teatro construido más de seis décadas antes. En los meses previos a mi llegada, según me contó un amigo quiteño, el teatro había ardido por segunda vez

Las casualidades de la vida, que nunca lo son, me habían vinculado con aquel hombre que conocía bien la historia del lugar y por él pude conocerlo. Entrar a un edificio incendiado, es entrar a su oscuridad, sus paredes ennegrecidas, su olor. Con razón se dice que la memoria es olfativa.

Entre esos dos fuegos y este otro que también me puso sensaciones en el cuerpo y la imaginación, tuvimos en Guatemala una guerra de las más sangrientas del continente, con 200 mil muertos y 45 mil desaparecidos, y varios golpes e intentos de golpes de Estado, a tono con la Guerra Fría. 

Entre ambos fuegos, vimos cómo los depredadores políticos y económicos pactaron el adelgazamiento y desmantelamiento del Estado a fuerza de voracidad; soñamos con la paz posible sin que la ilusión durara mucho; presenciamos cómo el narcotráfico y el crimen organizado se enquistaron en la frágil estructura estatal, de la mano de corporaciones mafiosas que siguen sin querer abandonar el barco de la corrupción; y pasamos por un 2015 que nos supo, por instantes, a una segunda primavera que nos encontró con tan profunda indignación, que nos sacó a las calles. 

Para el 2017, año del segundo fuego, la corrupción continuaba (y continúa). La Guatemala telúrica y abrasada de siempre, tejida con el hilo conductor de la impunidad. 

Entre los dos fuegos hubo un relato que se rompió, una fractura de ternura generacional, una humanidad que podríamos recuperar, una sociedad que se despedazó y aún mata a muchas de las mujeres de este país. 

Del primer fuego nos separan ya 62 años. La distancia real y emocional es suficiente para nombrarlo y hacerlo existir de muchas maneras, sin caer en la sobreactuación o el panfleto. Por ello elegí, desde hace tanto, escribir una novela mitad histórica, mitad ficción sobre aquel primer incendio. 

Sin embargo, el fuego del Hogar Virgen de la Asunción me paralizó. Los personajes no pudieron contarse más porque estaban asistiendo a un nuevo ritual del fuego, y la escribana no pudo más porque estaba tratando de respirar.

 La palabra ha vuelto. Lentamente, pero ha vuelto. Hay un fuego que se escribe, que se imagina, que habla con otro fuego. 

Yo, que he sido más poeta, columnista, ensayista y cuentista, ahora transito por la novela que pide, quizá, menos hondura, pero más anchura y pulmones para resistir una carrera de largo aliento que logre personajes creíbles, una trama suficiente y sin tanto humo, y un final justo. 

En ese recorrido, llevo en las manos una antorcha encendida, la de dos fuegos que se encontraron, se trenzaron y se iluminaron mutuamente, dejando cenizas y palabras tras de sí. 

No sé aún qué resultará de esto o si resultará del todo, pero aquí estamos, empalabrando lo que un día ardió.

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